domingo, marzo 19, 2006

Mujer que espera la agonía

Estas sentada frente a mí, impasible al conocimiento de los días que vendrán, con tu gesto victimario que parece olvidar que la mayor desdicha no la llevas tú, sino el hijo de tu vientre. Pero no cejas en inmutabilidad, tranquila tomas una revista, le deas un paseo a la vista por la galería de sucesos ajenos a tu vida. Yo no puedo dejar de mirarte, hay algo en tu cuerpo que me clava la mirada y me ata al castigo de tener que verte, y no levantarme de mi silla para olvidarte. De repente parece quebrarse tu expresión inerte de gestos, miras el reloj dos veces, te consume la duda, los minutos, las horas. Pero el médico no llega y él tampoco. Te miro y te comparo, el destino nos hizo tan semejantes, tanto que hace diez meses nos puso a recorrer los mismos caminos y no contento con eso hoy nos sentó frente a frente. Cabellos oscuramente negros hasta el nacimiento de los hombros, algunos mechones cortos desprolijos, que noto que luchas tanto como yo al acomodarlos por las mañanas (me pregunto si él sabra todo esto). Te miro las facciones: pómulos altos, nariz suavemente respingada (todavía recuerdo cuando él me decía ñata para verme rabiar), trigueña, pestañas cortas. No puedo distinguir entre tus rasgos y los míos, es casi una burla genética. Seguís allí, ajena a mi s juicios, mis crímenes y a las condenas, sólo cambiaste tu mano derecha que rozaba tu falda para acariciar la espera de tu vientre. Seguramente no podes entender porque te miro tanto. Ahora soy yo quien mira la hora, que no pasa cada sesenta minutos, sino cada noventa. Y el doctor no viene, y la secretaria del consultorio atiende llamados, mira agendas, anota nombres y de a ratos hasta simula estar sumamente ocupada (¿querrá que le aumenten el sueldo?). no debo impacientarme, delante de mí todavía hay una paciente. Por un momento me distraigo, ante el calor concentrado, la eficiente secretaria corre las cortinas y abre las ventanas, entra un suspiro de viento fresco y ya me siento mejor. Cuando vuelco la mirada tengo un cuadro familiar ante mí. Él llegó y está a su lado, parece que aún no me vio, o al menos simula bien no haberlo hecho. En mi seno materno se agitan las aguas, no sé por cuanto tiempo dura el balance de Tiago. Creo que percibe a su padre, lo ve tan cerca que se revuelve en sí mismo para abrazarlo tanto como yo lo hice en otros tiempos. Mis dos manos no alcanzan para detenerlo en sus saltos, mi pulso sube al compás del maremoto interno. Su padre ya me vio y observa de reojo en silencio, cada rol queda encasillado en lo que debe ser. Ella y él, Tiago y mi agonía. La ropa holgada se me ajusta al cuerpo, y siento que los pequeños cien días de vida de mi hijo crecen hasta casi la hora del parto, pero es sólo imaginación mía. Ella lo tiene de la mano a él, con recelo, a esa mujer desconocida que lo tuvo tantas noches como ella lo tuvo durante el día. Ella lo descubrió enamorado de otra boca y lo calló por algún tiempo. Dejo que las fichas del rompecabezas cayeran y se acomodaran solas. Fingió olvidos y distracciones a las tardanzas de él, hasta a sus ausencias. Ella sí sabia ser una mujer comprensiva. Fue así hasta que estuvo segura de la existencia de ese hijo, se lo dijo en un silencio de la mañana mientras le hablaba de un perdón no pronunciado a las infidelidades de él, pero con la convicción de creer en un futuro juntos, por el sólo hecho de haber hecho carne el amor entre ellos. Seguí en silencio atenta a las manos de él, tan cercanas al cuerpo de ella, sin embargo veía su mirada inquilina en la escena. Ella no sabía de la agonía que sufriría cuando descubriera que habían sido inútiles sus argucias. Pero Tiago y yo sabíamos todo, de la noche en que él llego lloroso de saber un sueño roto, arrepentido de no haber revelado todo a tiempo. Sería padre, él, nunca negaría que en ese hijo corrían sus ancestros; pero sólo eso y tanto, es eso. No podía ofrecerle mas y por remordimiento de su cobardía se prometió estar junto a ella solo hasta que el niño naciera. No dejo de mirarlos un segundo mientras pienso: ¿cómo podría yo revelarle todo a ella? Si él nació en mí, como un prodigio del amor, un cariño maduro, responsable, que yo mantuve escondido sólo para que ella asumiera el final lentamente. Pero mujer, yo estoy enamorada y él también, los amores cobardes se mueren solitarios. Quizá por eso tengo el valor y el descaro de mirarte a los ojos para morir en un taciturno silencio.
Escrito y publicado allá por el año 2000
*Mencion especial 1° Bienal de la FAcultad de Ciencias Económicas "ECO EN ARTE"

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